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Alguna luz arroja este artículo de Eduardo García Serrano, que habla de la condena de Jesús por Pilato, con el que podemos acercarnos algo a las posiciones que hay sobre el monumento de Navarra a sus muertos en la Cruzada. Cada cuál verá dónde y cómo se sitúa, aunque no se deban establecer fáciles paralelismos. No queremos mezclar la sacralidad de la muerte del Justo con asuntos temporales, pero lo que se dice de la muerte de Jesús podría aplicarse a lo que se habla y hace sobre cualquier causa justa.
El consenso del Gólgota,
02 de abril de 2021 por Redacción FNFF
Eduardo García Serrano
(Foto José Gil de Borja)
Fortaleza Antonia, el corazón de Roma en Jerusalén. Sanedrín,
los príncipes de la traición, el umbral que adensa el latido de lo oscuro
convirtiendo en esclavos de sueños vacíos a los hijos de Abraham en
la tierra de los profetas, calcinada por la veneración talmúdica a unos dogmas
escleróticos y a unas leyes que gravitan en la vida de los hombres como una
amenaza y como una condena. La amenaza de Caifás y la condena
de Roma, aliados circunstanciales en el mutuo interés político. Por
encima y más allá del odio y el desprecio que se profesan, las águilas de Roma y
las filacterias de los sacerdotes del Templo firman con
la Cruz el consenso del Gólgota.
Debe morir. Su último salvoconducto es la voz de Claudia Prócula que
susurra en la conciencia de su todopoderoso marido: “No
condenes a ese Inocente”. Pilatos tiembla entre el miedo y
la duda. Ha hablado con Él. Sabe que es Inocente, pero
la amenaza de Caifás de trasladar el caso a
los gobernadores de Siria o de Egipto, mucho más
poderosos que él, que sólo administra un pedregal levantisco, llena de espadas
pretorianas sus sueños. El Emperador Tiberio no perdona. Es
implacable. Es el ejemplo. Su carrera está en juego, pende de la vida de un
inocente tal y como su cursus honorum depende de una sentencia injusta. He ahí
la encrucijada: hacer lo justo y arruinar su porvenir, o hacer lo políticamente
correcto y condenar al Inocente.
El miedo y la ambición son la levadura de Pilatos, que toma la
decisión que acabará abriendo la puerta del Pretorio a los
carpinteros del Gólgota. Cree que un poco de sangre, sólo un poco,
saciará a Caifás y a su Conferencia Episcopal. En
el patio de armas de la Fortaleza Antonia, encadenado al pilar del
flagelo, el látigo derrama la Sangre Inocente que no satisface
a los sacerdotes del Sanedrín y que anuncia el Martirio
de la Cruz. Es un poco injusto, sólo un poco, pero es
absolutamente necesario. Eso piensa Pilatos, pero se equivoca,
porque es absolutamente injusto y absolutamente innecesario. Los dos conceptos
que él ha convertido en opuestos, siendo la Justicia la
primordial Necesidad.
Es injusto, es innecesario y, además, no basta, porque cuando la injusticia
es la ley de la política nunca es suficiente. Jamás basta con un poco de Sangre
Inocente. Debe morir. Sea.
Para que su conciencia despierte renacida, Pilatos convoca
la fiesta de la democracia y somete a plebiscito la vida
o la muerte del Inocente, pues la Verdad no
depende de su propia naturaleza sino de la voluntad popular. Unas masas
intoxicadas de miedo y mentiras, jaleadas por sus pastores y amenazadas por sus
guardianes, gritan destempladas y excitadas “¡crucifícale, crucifícale,
crucifícale!” mientras la risa destartalada de Caifás jalona
la Vía Dolorosa, iza la Cruz, cumple la Profecía y
corona de espinas al Inocente sobre el consenso del Gólgota.
Sabe lo que ha hecho y en un último gesto de pragmático cinismo se lava las
manos por lo que ha hecho. Las manos, no la conciencia, donde eternamente clama
el eco de Claudia Prócula “No condenes a ese
Inocente” frente al bramido democrático de la masa “¡crucifícale,
crucifícale, crucifícale!”
No debe morir, pero tiene que morir. Esa es la cínica sutileza con la
que Pilatos le lava las manos todos los días, desde hace dos
mil años, a los gobernantes y a los sacerdotes, a los jueces y a los políticos
que heredaron su toga y su ejemplo.
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